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Las franquicias de la muerte

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“Los espejos son las puertas

por las que va y viene la muerte.”

Jean Cocteau.

 

Tuve la fortuna de volver a México por un ratito. Fue un doloroso suspiro de alegría, un parpadeo en medio de un sueño aletargado que no quiere convertirse en pesadilla. Tuve oportunidad de ver de cerca eso que sólo veía en papel periódico y escuchaba en la voz de mis queridos cercanos. Antes, las balaceras tenían la dulce voz de mi hermana; los retenes en las carreteras merecían la atención de un buen libro por la profusa descripción de mi tío; las persecuciones en la ciudad y el miedo de ser alcanzado por la muerte, tenían el color, el olor y la textura que también tienen las fotos de mis padres y amigos.

Antes de subir al avión tomé un periódico de allá y pensaba que cuando bajara estaría atemorizado en las calles, sufriendo de tristeza y desconsuelo por el presente y porvenir de mi patria y no fue así. La vida de mi país se sostiene por la alegría, la entrega y lucha, hasta en las peores condiciones. Las calles siguen tapizadas de gente que a toda prisa ‘persigue la chuleta’, que no se muere de dolor ni de vergüenza y que busca afanosamente conseguir la democracia, la paz, la justicia y dignidad que este pueblo, nuestro pueblo tanto necesita.

Esas calles siempre coloridas, a las que a veces se niega la dulzura del ponche de frutas rojas y se riega en cambio de roja sangre de inocentes, aún disfrutan del caminar de los paseantes, de las carreras de los niños, de la sonrisa de la gente. Es cierto que padecemos la imposición de una partidocracia supuestamente democrática, y que vivimos bajo el yugo de un Estado policiaco, militarizado y narcotizado –o narcótico según prefieran–, pero qué más da, si somos los meros chingones pa’ la fiesta, pa’ la vida y pa’ la muerte.

Y fue precisamente cerca del festejo de ésta última, los días previos al uno y dos de noviembre, que se dio mi afortunada visita. El Día de muertos, una de las tradiciones más hermosas que mis ojos han visto, ha demostrado ser una de nuestras costumbres más sinceras y poéticas, un acto donde la vida y la muerte se miran sonrientes consintiendo su mutua presencia sobre la tierra, brindando cachondas con todos los presentes, confundiéndose entre tragos, comida y verbena en la oscuridad de la noche y despertando abrazadas al salir el sol.

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Pero en la malhabida cuenta, día a día se suman como gotas de agua a la lluvia los muertos y los altares a lo largo y ancho del país. La tierra no da abasto y en cualquier momento vamos a ser los vivos los que tengamos dos días al año para festejar todos juntos… Por fin llegaremos a Comala, pensarán los más optimistas, pero no vamos a encontrar a ningún Pedro Páramo que nos cuente lo que no vimos. La realidad nos dice con voz firme, a veces a grito pelado, que crecen las ausencias, las lágrimas, los brindis… y también las fiestas. Porque México es ese lugar donde las jornadas son más largas que los días y las noches se convierten en el lago claro de la luna; donde el amanecer no nos espera y a la muerte se la abraza en cualquier rincón o en cualquier esquina; y donde también, año con año, se hace más difícil soportar los embates del vecino país del norte.

Estar a tiro de piedra de los Estados Unidos no nos ha resultado fácil –tampoco a ellos–. Somos la puerta latinoamericana, somos la última frontera, somos la resistencia urdida. Somos un pueblo que se sostiene a pesar de todo y que nadie entiende realmente cómo. Esos cabrones vecinos, junto con sus amigos de allá y de acá, nos robaron en otro tiempo medio país queriendo quedarse la otra mitad, y un ranchero bigotón, años atrás a caballo y con pistola, sobrio hasta la última gota, ha sido el único que ha tenido las agallas para invadir esa mal ganada tierra. Somos el nudo de la cuerda que nos ahorca, la red que nos salva y nos atrapa, el cántaro que deja escapar el agua que mataría nuestra sed.

Nosotros sabemos de sobra que la fortaleza de un pueblo radica en su memoria, su raíz, su palabra. Y México con todos su mexicanos tiene de todas éstas para aventar pa’rriba, repartir y regalar. Por eso, cuando deambulé con ojos extranjeros los mercados, los barrios y las plazas, encontré la lucha de una tradición que se niega a morir del susto por cuanta momia, bruja o fantasma se le cruza en el camino, aunque muchos de nosotros, los responsables de la memoria, nos empeñemos en destrozarla.

Mictecacihuatl, la dama de la muerte, precursora de la floreada y sombreruda Catrina, flota en el aire mezclada con el aroma del cempazúchitl y el copal. Aprovechando el correr del viento, se monta y viaja en esos hilos de humo espeso y dorado para entrar en nosotros, abrazarnos el alma y sentir nuestro cuerpo desde dentro, dejarse estar, vivirnos un ratito y mostrarnos con dulzura que la muerte no es un punto de llegada sino de partida, que la vida es corta pero florida, que el amor no se lo lleva la tumba porque no estar tampoco significa haberse ido.

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Y mientras la reina de Mictlán nos hace el amor con sus enseñanzas, todos los muertos asoman los huecos de sus ojos en papeles de colores. Colgados por todas partes, las figuras de calaveras ausentes bailan solas o acompañadas; andan en bicicleta, pasean al perro, se casan, huyen del casamiento, beben, comen, fuman, cojen, están de fiesta y nos invitan a descreer de vampiros y vampiresas, de momias deshilachadas y calabazas de sonrisas huecas. Porque las únicas brujas que existen son las que salen por la madrugada y quieren ‘chuparse a usted’; porque el miedo no vive de noche y la muerte no es malvada; porque más malvados son aquellos que se imponen y arrasan con las creencias, las costumbres y tradiciones; porque festejar con tus queridos ausentes, brindar y dormir con ellos no es una travesura; porque pa’ qué disfrazarse de cualcosa si siendo ya uno mismo se es muchos al mismo tiempo; porque la recompensa se da en el amor rememorado, en la foto del que ya viene, en los recuerdos guardados; porque es mejor ir al panteón, al pasillo de la abuela o a la sala de tu casa, al chocolate caliente, al mezcal, o al aguardiente, a los tamales, al pan de muerto o a la tortilla con salsa, y brindar con todos tus muertos que caer preso de un amor que no es el tuyo, de un fantasma que no es fantasma sino una mentira bajo una sábana blanca.

Éste será un noviembre plagado de altares, de flores, de llantos. Serán muchos más que los últimos años. Y aunque esto sostenga una hermosa tradición, no es un dato de alegría. La muerte, sin lugar a dudas, ha establecido una de sus principales oficinas en México y ese dolor no lo cura ningún brindis ni lo oculta ningún fantasma.

Sin embargo, debemos recuperar nuestra esencia echando los ojos pa’ dentro, bien al fondo, y hablar sinceramente con los abuelos; los abuelos que nos habitan desde siempre, aquellos que nos caminan el alma y nos han enseñado con prudencia que en México no podemos temer de ningún gobierno, de ninguna costumbre ajena, de ninguna guerra fantasma. No, porque en México la vida es una fiesta y cuando parece que llegó el final y calla la orquesta, a la parca le cantamos las rancheras, la bailamos con danzón o la besamos en la boca despellejándole el corazón.


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